"El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona." ARISTÓTELES (384 - 322 a.C.)

viernes, 31 de agosto de 2012

LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA: EL CONOCIMIENTO PERDIDO


La ciudad de Alejandría fue fundada por Alejandro Magno en el invierno del año 331 al 330 a. de J.C., una ciudad construida sólo de piedra, sin madera. Fue Ptolomeo I quien, a la muerte del gran conquistador, consiguió que la ciudad se transformara en una especie de centro del saber del mundo antiguo. Para ello, él y su hijo Ptolomeo II reunieron a los mejores sabios de su tiempo y crearon una academia en el nuevo templo dedicado a las musas, el Museion. Sus fines eran la enseñanza y la investigación. Se estableció una biblioteca como anexo al edificio, organizada (y tal vez construida) por el arquitecto Demetrio de Falero (nacido entre 354-348 a. de J.C., muerto en 282 en Busiris, Egipto), quien según algunos autores hubiera sido el primer Bibliotecario. Demetrio había conocido a Aristóteles en su juventud, y llegó a ser gobernador de Atenas desde 317 hasta 307. Para otros autores este honor de ser el primer Bibliotecario recaería en Zenódoto de Éfeso (nacido en 327 a. de J.C.), encargado por Ptolomeo II de catalogar todos los volúmenes y libros recopilados hasta el momento.

En el Museo había, jardines, un zoológico, salas de reuniones y laboratorios, pero su importancia quedó pronto eclipsada por la fama que adquirió la Biblioteca, que demostró pronto ser la parte más importante de la institución creada. Estaba dividida en diez grandes salas cada una centrada en una disciplina determinada, y disponía también de otros cuartos más pequeños para los estudiosos. Algunos autores establecen en 200.000 el número inicial de volúmenes que allí se guardaban en tiempos de Ptolomeo I, y bajo la dirección de Zenódoto se estima que se catalogaron unos 500.000. En tiempos de Julio César había 700.000 y posteriormente se dice que Marco Antonio añadió 200.000 traídos de la Biblioteca de Pérgamo para congratularse con Cleopatra, hecho de cuya autenticidad se duda.
Al quedarse pequeño el recinto original de la Biblioteca, Ptolomeo III creó lo que los estudiosos conocen como la Biblioteca-Hija, y la instaló en un templo dedicado al dios Serapis, el Serapeum.

Todos los volúmenes y libros eran pagados con el dinero del rey. La Biblioteca buscó y adquirió libros por todo el Mediterráneo, e incluso los barcos que llegaban al puerto de Alejandría eran registrados y sus manuscritos confiscados hasta ser copiados, momento en que se les devolvían. Toda la biblioteca de Aristóteles, por ejemplo, pasó a formar parte de los fondos, así como las obras de Esquilo, que en principio habían sido tomadas en préstamo para copiar a cambio de una elevada suma de dinero y nunca fueron devueltas. La labor de la Biblioteca de Alejandría por recopilar el saber y conocimiento de su época fue enorme.

Los mayores sabios de la Antigüedad estuvieron en algún momento de sus vidas en aquel recinto del saber: Arquímedes, el gran ingeniero y científico; Euclides, padre de la Geometría; Eratóstenes, que demostró la esfericidad de la Tierra y midió su radio con un error aceptable para la época; Hiparco, padre de la Trigonometría y organizador del mapa de las constelaciones; Herón, gran inventor y creador de la primera máquina de vapor de la Historia; Galeno, el gran cirujano y anatomista romano; Hipatia, matemática y astrónoma, la primera científica conocida (probablemente hubo otras antes que ella), cuyo nombre ha llegado hasta nosotros debido a su trágica muerte a manos de fanáticos religiosos.



Tal cantidad de saber reunido en un solo lugar despertó recelos y envidias, pues la Biblioteca, según algunos autores, tenía fama de guardar textos secretos que podían otorgar un poder ilimitado a su poseedor. Así, se dice que en 47 a. de J.C. un bibliotecario cuyo nombre no nos ha llegado consiguió evitar un primer saqueo por parte del ambicioso Julio César. Al año siguiente, el visir de Ptolomeo XIII, Potino, asedió a César en Alejandría y éste ordenó incendiar la flota egipcia. El fuego se extendió y alcanzó los depósitos de la Gran Biblioteca, quemando, según Séneca, 40.000 libros. Aunque se ha acusado a César de intentar quemar la Biblioteca, los expertos señalan que lo que se quemó posiblemente fueran libros a la espera de ser catalogados, depositados en almacenes del puerto.
A continuación siguieron una serie de desastres sobre la ciudad, que afectaron inevitablemente a la Biblioteca: la Guerra de Kitos (115-117), la Guerra Bucólica (172-175), el saqueo de Caracalla (215), el saqueo de Valeriano (253). En 269, Zenobia, reina de Palmira, conquista la ciudad y aunque la destrucción de la Biblioteca no fue total, desaparecieron obras importantes. El Emperador Diocleciano (284-305 d. de J.C.) en 297 saquea la ciudad en medio de una espantosa matanza tras ocho meses de asedio, y ordena quemar todos los libros relacionados con la alquimia para evitar la fabricación de oro y plata por parte de sus enemigos. Para colmo de males, un terremoto devastó la ciudad en 365, y se considera que habría destruido el Bruchión, edificio donde se encontraba enclavada la Biblioteca.

Por su parte, la sección del Serapeum con sus 40.000 libros pudo haber sobrevivido algún tiempo más, ya que Armonio de Hermia declara haber visto la Biblioteca y los libros que contenía en el siglo VI. Posteriormente, en 646 d. de J.C. las tropas del comandante musulmán Amr ibn al-As, por orden del califa Umar ibn al-Jattab, destruyeron de manera definitiva lo que quedaba de la Biblioteca, siguiendo el principio de que todo lo que no fuese el libro de Dios sobraba y debía ser destruido (éste hecho está envuelto en polémica, y algunos lo consideran invención de Saladino en su lucha por restaurar el sunismo en Egipto en el siglo XII).

La paulatina destrucción de la Biblioteca y sus fondos nos ha privado de obras cuyo contenido no podemos ni siquiera sospechar. Se tienen referencias de algunos autores, de algunas obras, y de los temas que trataban, pero los libros que hemos heredado del mundo antiguo son una ínfima parte, quizá -y es penoso decirlo- la menos importante para su época. Así, hemos perdido los escritos de Beroso (356-261 a. de J. C.), sacerdote babilonio que vivió en tiempos de Alejandro Magno y relató la historia de los Akpalus, los hombres con envoltura de pez que salían de las aguas cada noche para enseñar a los hombres las matemáticas, la astronomía y todas las demás ciencias. También ha desaparecido la obra completa de Manethón, sacerdote e historiador egipcio contemporáneo de Ptolomeo I, que escribió ocho libros y reunió en cuarenta rollos todos los secretos de Egipto, de los cuales era un profundo conocedor gracias a su estrecha relación con los sacerdotes.

Autores desconocidos y obras desconocidas desaparecieron para siempre, como si nunca hubieran existido. Una mente curiosa no puede evitar imaginar qué maravillas contarían aquellos textos, qué invenciones olvidadas y que filosofías extinguidas habría reflejadas en ellos, y cómo hubieran podido alterar nuestra historia, cambiar nuestra civilización y nuestro entendimiento del Universo de haberse conservado hasta nuestros días. Quizá Aristóteles, Platón y Arquímedes quedasen relegados a la anécdota frente a otros sabios más prominentes cuya memoria se ha borrado en el tiempo. 


El 16 de octubre de 2002, bajo el patrocinio de la Unesco, la Biblioteca de Alejandría, en un nuevo edificio y con nuevos fondos, renació de sus cenizas. Fue suficiente su glorioso recuerdo para que quisiéramos de nuevo devolverle su esplendor. Debemos aprender la lección y no olvidarla jamás: el saber es nuestro mayor tesoro.


2 comentarios:

  1. Muy interesante, con bastantes datos, podrías haber puesto también las narraciones que se perdieron allí sobre Alejandro, y algunas otras cosas, pero el mensaje queda claro, aunque vivimos en un mundo en el que hay mucha gente que volvería a destruir la biblioteca.

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    1. Gracias. Las referencias a la Biblioteca son muchas, algunas de dudosa autenticidad todo hay que decirlo, pero quien desee ampliar información puede recurrir a la página de la Wikipedia como primer punto de partida.
      Por otra parte, no dudo que hoy, de alcanzar la importancia que tuvo en el mundo antiguo, la Biblioteca sería dinamitada y reducida a cenizas por los "defensores de la fe" sea cual sea su credo y por los defensores de la ambición, sea cual sea su nacionalidad. No hemos cambiado, no hemos aprendido nada en 2000 años.

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